Autor: Emilio Fuentes 😎🤘
Aún recuerdo sus manos sobre las mías. Yo tenía cuatro años y ella siete. Ahí estaba sin importar a dónde fuera, siempre atenta. Todos los días, unos veinte minutos antes de que la campana sonara, nos colocábamos en el asta bandera sin decir nada, esperando la formación. Hasta el momento me pregunto si no se hartaba, quizá le incomodaba lidiar con su hermano el más pequeño y chillón, pues sabía que podía aprovechar el tiempo para jugar con sus amigos, sin embargo prefirió cuidarme.
Hasta donde sé, Xilonen jamás sintió lo que yo: ese miedo al separarme de mi madre al llegar a la puerta de la escuela. Tampoco experimentó náuseas y vómitos como Guillermo, mi otro hermano. Mi madre, cada vez que tiene oportunidad cuenta que mi hermana jamás lloró y que cuando menos se lo esperaba ya estaba diciéndole adiós, le gustaba asistir a clases.
En aquellos años, escuché a ciertas personas decir con regularidad que mi hermana era especial. Fue hasta mi segundo año de primaria cuando me dí cuenta que Xilonen y sus compañeros eran diferentes, en ese momento no identificaba qué los distinguía del resto, sin embargo lo sentía.
Recuerdo a Marianné, una chica rubia, con acento fresa, presumiendo su ropa, sus viajes y la casa en donde vivía, la verdad es que nunca me cayó bien por presumida. También recuerdo a Diego, un chico alto, muy callado y serio, por lo regular iba acompañado de su chofer, le costaba trabajo caminar y en ocasiones se cagaba en sus pantalones. Antes de cerrar la puerta de la entrada, se aparecía Lorena, ella se reía tanto que algunas veces terminaba orinándose. A Gaby la recuerdo sentaba en las jardineras comiéndose la cerilla que sacaba de sus orejas.
Ricardo me decía con exactitud el número de vagón en el que había viajado, sabía bastante bien las estaciones del metro y sus transbordos. Álvar hablaba solo, se ponía de rodillas y se levantaba de inmediato en repetidas ocasiones tocándose los genitales. Yo sólo me limitaba a observar, no le daba importancia al asunto en aquellos años a pesar de las miradas de extrañeza, burla y rechazo de algunos compañeros.
Así pasé a sexto de primaria, presenciando burlas y comentarios desagradables hacia los compañeros de Xilonen. Para entonces, me cuestionaba si era bueno o malo convivir con aquel grupo. Yo me daba el tiempo para conversar y escucharlos como lo hacía con cualquier persona. En el fondo sabía que no tenía nada de malo. A mis doce años desconocía la palabra discapacidad, todo se reducía a personas “especiales”.
Hasta hace unos años comprendí que la sociedad limita y genera inseguridades, además, segrega, aprueba y desaprueba a los otros, a los diferentes, a los que no encajan, es decir, los raros.
Así, se creó el “Grupo Técnico”, nunca me ha gustado el nombre, desconozco el origen y el por qué. Aquel grupo fue creado por el patronato de la escuela debido a que mi padre, quien trabajaba para una de las integrantes del patronato, le comentó que mi hermana necesitaba educación especial, pues las maestras le habían dicho que le costaba trabajo seguir el ritmo de los demás alumnos.
Al saber esto, el patronato decidió crear aquel grupo que hasta el momento sigue dando atención a niños con discapacidad intelectual.
En la secundaria me costaba trabajo hablar sobre mi hermana. Cuando me preguntaban si tenía hermanos, contestaba: -sólo uno. Tenía miedo a las burlas, el rechazo y los cuestionamientos de los demás, ya bastante había tenido con mis compañeros de primaria que siempre decían estupideces y se burlaban de los compañeros del “Grupo Técnico”. No me gusta en lo absoluto recordar esa etapa de mi vida.
En casa todo marchaba sin ningún problema, sin embargo Guillermo y yo éramos conscientes de los apoyos que necesitaba Xilonen en ciertas ocasiones. Mi madre siempre ha dicho que nos trató igual a los 3, pero esto no fue así. Mi padre al estar la mayor parte del tiempo lejos de casa, hasta el momento mantiene una relación complicada con nosotros, le cuesta expresar sus emociones. La sobreprotección que ejerce hacia Xilo siempre es motivo de discusión.
Siempre me llevé bien con mis hermanos y como en toda familia había peleas y discusiones por cualquier cosa.
En ese tiempo tenía un pésimo comportamiento, al grado que la jefa[1] se la vivía en la Dirección por esos años. Cursé la secundaria en tres escuelas diferentes, me corrían por mi “buen” comportamiento. Finalicé mi secundaria en la Diurna 239, Plutarco Elías Calles, ubicada en la súper manzana 4 de la Unidad Vicente Guerrero, una de las zonas más conflictivas de la delegación Iztapalapa. Ese lugar jamás me dio buena espina, las paredes azules, las bancas viejas y los baños insalubres me hacían imaginar la vida dentro de una correccional.
Para colmo, caí en el peor grupo de todos. El subdirector nos comentó en la inscripción del grupo al que entraría, formado por jóvenes que habían corrido de otras instituciones. Los maestros constantemente tenían problemas con ellos.
Al llegar, mis compañeros me recibieron con miradas intimidatorias. Era la primera semana y para entonces ya había cruzado palabra con algunos.
La mayoría eran barrio, algunos contaban cómo en años anteriores se madreaban a cada rato con los de la 165, la escuela técnica que teníamos junto. Un día, Ezequiel, quien vivía en la colonia Renovación me contó en el receso tranquilamente cómo él y sus primos habían robado a unos transeúntes un fin de semana. Gibrán, quien tenía 17 años, era el golpeador del grupo, intimidaba a los demás. Con él tuve diferencias al inicio, se la pasaba molestando la mayor parte del tiempo, al confrontarlo decidió dejar las cosas como estaban.
Una semana después de haber iniciado clases llegó Laura, una chica con discapacidad intelectual. Nunca supe si tenía Síndrome de Down, sus características me parecieron similares.
Nunca fue incluida al grupo, siempre estaba sola. Los compañeros no desperdiciaban ocasión para molestarla hasta hacerla llorar. Varias veces intercedí para evitar que le hicieran algo. Cuando me acerqué para charlar con ella me ignoraba y hasta se enojaba. Su reacción era de esperarse, quizá toda su vida la habían molestado. Algunos profesores, como la de Historia, la regañaba porque no hacía bien las cosas o no ponía atención. Otros, como el de Matemáticas, se limitaba a darle por su lado. Por lo regular la trataban con lástima. El único que se acercaba a ella era el maestro de Química. Recuerdo bien que regañaba y echaba de su clase a quien molestara a Laura.
Todo este tiempo me he preguntado qué habrá sido de ella, también pienso que debí apoyarla más, no obstante pudo más mi miedo al rechazo y las burlas, sinceramente no sabía cómo manejarlo. Para esos años comenzaba a tener más conciencia sobre las personas con discapacidad, me enfadaba el trato que tenían los maestros y compañeros hacia ella.
Al entrar al colegio de Bachilleres, en la colonia del Valle, ya tenía más noción sobre el tema. Mi hermana continuó sus estudios en una escuela cercana. A veces iba por ella. Así conocí a sus compañeros: Lolita, una mujer de aproximadamente treinta y cinco años, recibía en la entrada a los familiares, a veces me quedaba un buen rato platicando sobre nuestros días, me encantaba y sorprendía la fluidez con que nos comunicábamos, siempre tuvo una vibra bien chida.
También conocí a Salomón, el primer hombre que conocí con discapacidad intelectual que pasaba de los cuarenta años, era el mensajero de la escuela, siempre nos saludamos amablemente. Me sorprendía que viajara solo por la ciudad. A Martín quien hasta el momento mantiene amistad con Xilonen y quien fue su novio hace unos años, también lo conocí en esa escuela, tiene una voz grave que es muy peculiar.
En ese tiempo recibíamos llamadas de algunos amigos de Xilonen, a veces me quedaba platicando con ellos, había dos a los que nunca les entendí. Siempre me ha sorprendido cómo mi hermana puede comunicarse con ellos con fluidez.
Todo esto me comenzaba a generar algunas dudas sobre la discapacidad intelectual: ¿Podían tener una vida independiente? ¿Qué pensaban del mundo? ¿Les gustaba la escuela, sus vidas? ¿Eran felices?
Me vino a la mente Amaury, un compañero ciego que tuve en el bachillerato. A veces nos agarraba a bastonazos. La verdad es que nos llevábamos pesado con él. En algunas clases (que grababa), le aventábamos bolas de papel en la cara y esto provocaba que se pegara en la cara con sus manos pensando que eran moscas. Eso nos mataba de risa, así nos llevábamos. En ocasiones, de la nada nos daba bastonazos y eso lo mataba de risa. No fuimos los grandes amigos pero así era nuestra relación. Esto me confirmó para entonces que las personas con alguna discapacidad también se divierten y se llevan con sus camaradas, como cualquier otra persona. Mis compañeros y yo lo veíamos como un igual, no había parternalismos ni consideraciones hacia él. Me pregunto en qué andará.
Por ese tiempo mis verdaderos amigos fueron conociendo a Xilonen y siempre me decían que ellos no notaban nada extraño en ella y que era chida. Poco a poco perdía el miedo a los prejuicios, debo admitir que fue un proceso difícil para mí, pues nunca sabes lo que te dirá la gente cuando saben que tienes a un familiar con discapacidad. Con el tiempo confirmé que no había razones para sentir eso.
Fue hasta mis 20 años que pude decir abiertamente: - Tengo una hermana con discapacidad intelectual y como cualquier otra persona, necesita apoyos. Por aquellos años conocí a Emi, un chico de aproximadamente quince años con parálisis cerebral, era primo de una novia que tuve en el Estado de México. Me dolió ver las condiciones en las que vivía, no salía, lo tenían encerrado y muy descuidado, le costaba trabajo comunicarse.
Cuando platiqué con él me dijo que no le gustaba estar encerrado y que lo regañaban por todo. Las dos veces que tuve oportunidad de verlo, lo abracé fuerte y lo besé en la mejilla al despedirme. Sentía coraje, tristeza e impotencia y a la vez me sentí afortunado de pertenecer a una familia que había apoyado en todo momento mi hermana.
Después de conocer a Emi me comencé a preguntar sobre las personas con discapacidad que no han tenido la oportunidad de asistir a una escuela, de la relación que había con otros grupos, como las personas en situación de calle, incluso algunas personas con y sin discapacidad que pedían dinero en las calles, sin derecho a una vida digna como cualquier otra persona.
Dos años después conocí Best Buddies, un grupo de estudiantes que hacían su obra del día dándoles el avión a los chicos con discapacidad intelectual. Me molesta la manera en que llevan el proyecto. En su mayoría son chicos de preparatoria realizando su servicio social, esto hace que algunos no dimensionen sobre el compromiso de involucrarse con una persona, lo peor de todo es que al terminar esa etapa, se olvidaban de las personas con las que supuestamente habían generado una amistad. Xilonen tuvo dos de esos “amigos” que de la nada le dejaron de responder mensajes y llamadas. En ese entonces sentí el mismo coraje e impotencia por el rechazo a mi hermana, como cuando era niño.
A finales del 2012 comencé la licenciatura en etnohistoria. Para ese entonces, la relación con mi hermana había mejorado, confirmé que no había diferencias entre ella y yo después de todo lo vivido. La comencé a ver de otra manera. Poco a poco mis amigos más cercanos la conocieron, a veces me preguntaba quiénes eran y yo le contaba.
También conocí a cada uno de sus novios. Mi padre y hermano sentían celos, en mi caso me gustaba verla feliz y enamorada. Comenzaba a desplazarse sola, gracias al apoyo de sus maestras y mi madre. Había cambiado de escuela y aprendía oficios, mis dudas iban en aumento:
¿Qué será de Xilonen cuando no estén mis padres? ¿Tendrá una vida independiente algún día? En caso de que no, ¿vivirá conmigo o con mi hermano? ¿Querrá tener hijos? ¿Querrá casarse? Hasta el momento sigo con esas dudas y es que tocar esos puntos con Xilonen es complicado, le cuesta hablar sobre estos temas, incluso con mi madre, con quien ha construido un vínculo totalmente distinto.
A veces me pregunto qué sería de mi familia si mi hermana no tuviera discapacidad intelectual. ¿La tratarían de la misma manera? ¿Tendríamos la misma sensibilidad hacia el tema? ¿Nos llevaríamos igual? Sin duda, más allá de estos cuestionamientos, lo que más me confronta es saber que quizá no pueda hacer una vida como la de la mayoría, pues son latentes la preocupación, la consideración y el apoyo hacia mi hermana. Esto no lo pienso como sinónimo de carga, me refiero a que no me gustaría estar o que estuviera lejos cuando necesite algún apoyo.
Con el tiempo y al conocer a otras personas con otras condiciones / discapacidades, he confirmado que la familia en muchos casos más que ser un apoyo resulta un obstáculo y en mi caso esto me ha traído problemas con mis padres, pues les cuestiono su sobreprotección hacia Xilonen: Las llamadas frecuentes, el no querer que salga a ciertas horas y hasta el control sobre la ropa que usa me genera conflicto. Por otro lado me complace verla feliz, trabajando los fines de semana como recepcionista en su escuela, llena de sueños, planes y metas a cumplir. Quizá sólo conseguir un trabajo que le permita independizarse y seguir creciendo como hasta ahora.
Por otra parte, conocer las historias de algunos camaradas con discapacidad, saber que pueden tener una vida como cualquier otra persona confirma los miedos a los que nos enfrentamos como familia y sociedad.
Espero ver a Xilonen más feliz de lo que ya es en unos años, haciendo lo que desea, sin miedos ni obstáculos, yendo y viniendo sin ningún problema, espero responder todas mis dudas.
Quizá lo único que me resta como hermano es seguir acompañándola en su camino, apoyándola en todo momento, como ella lo hizo cuando éramos niños.
[1] Es una forma en la que llamamos a la “madre” en México.
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Querido Emilio, muchas gracias por compartir tu experiencia con nosotr*s.
Hay tantas vivencias que se entretejen en la vergüenza, la incertidumbre y el enojo; por eso es importante narrarlas desde esos lugares, pues tienden a crear resonancias y puentes con otras personas que quizá estén sintiendo lo mismo.
La experiencia de la discapacidad permite comprender que la vergüenza es impuesta. La escuela es el espacio por excelencia de la exclusión. En ese espacio de convivencia se nos enseña a distinguirnos, lamentablemente desde la estratificación social. Debemos seguir luchando no por la inclusión, sino por la expansión de las prácticas pedagógicas, así como por el exceso de las relaciones sociales y el entierro de las competencias intelectuales.
"Me llamo Beth y tengo 11 años. Tengo un hermano retardado; se llama Steven... ríe con facilidad y cuando jugamos a la pelota o le hago cosquillas parece divertirse mucho. Eso me hace sentir bien".
Thomas H. Powell y Peggy Ahrenhold Ogle, El niño especial. El papel de los hermanos en su educación, 1991.
Buenas noches, estaba buscando una imagen de la Deidad del Maiz , y aparecio tu foto fue curioso verte, entre y lei. Saludos.