Autora: Ivelin Buenrostro ❤
Mantenerme cuerda. Despertarme. Levantarme. Levantarme. Levantarme. Levantarme. Orinar. Prender el boiler. Dar comida a Oliverio (limpiar arenero también). Tender la cama. Tender la cama. Tender la cama. (No pude tenderla). Lavarme los dientes. Lavarme los dientes. Lavarme los dientes. Preparar el desayuno. (Tener algo para el desayuno). Desayunar. Desayunar. Desayunar. Desayunar. (No desayuné). Bañarme. Hacer algo de aseo. Recoger algo de la casa. Hacer algo de aseo. Lavar los trastes. Lavar los trastes. (dos semanas y no he podido hacerlo: menos mal que no como). Recoger algo de lo que está tirado en la casa (las cosas se acumulan). Verme al espejo para pintarme las pestañas. Verme al espejo para pintarme las pestañas. Verme al espejo para pintarme las pestañas. O para hacer algo. Para verme. Pintarme las pestañas para verme al espejo. Cambiarme de ropa. Cambiarme de ropa. Cambiarme de ropa. Escoger colores claros. Escoger colores claros. Peinarme (aunque el cabello corto ayuda mucho). No volverme a acostar. No volverme a acostar. No volverme a acostar. No volverme a acostar. No volverme a acostar. No volverme a acostar. No volverme a acostar.
Levántate de la cama, levántate de la cama, levántate de la cama. Fin del día.
Desde niña estuve ligada a grupos de activismo debido a mi familia. Con un abuelo que estuvo a nada de unirse a la guerrilla, padre y madre parte del movimiento de la prepa popular, un tío abogado democrático, una tía activista, etcétera, desde niña me cuestioné sobre problemáticas sociales que no necesariamente sufría de manera directa o tajante.
Ver, por otro lado, la hipocresía de ese activismo en esa misma familia de “luchadores”, me hacía cuestionarme cualquier acción interna en mi casa, por la plaga de contradicciones que se suscitaban a cada rato: prepotencia en el trato a niñxs y mujeres, reproducción de estereotipos en las labores domésticas y en los comentarios sobre el cuerpo de las mujeres, a quienes se les quitaba la voz (mi abuelo diciendo “cállate, pendeja” a mi abuela), violencia sexual denunciada sin ninguna consecuencia, enseñanzas a golpes y con amenazas…
Crecí, pues, dentro de un ambiente en el que pensar y argumentar era imposible. Así, me quedé callada, con miedo, y metida en mi propio cerebro. No sé si todxs lxs niñxs analizan tanto, pero yo analizaba cada cosa. Sintiéndome rara, loca, desquiciada, analizaba si era yo la equivocada, si no era obvio que todo era contradictorio, si no era obvio que todo estaba mal, que era fácil tratar bien a las personas, que era justo atender las denuncias de las niñas. Crecí y toda esa historia hizo que deviniera, sin pensarlo, en activista: no una activista visible (no importa), pero sí persistente. Apoyar a las hermanas, a la mamá, a las vecinas, a las amigas, a las desconocidas, a las compañeras y compañeros. No obstante, “workahólica” y obsesiva, en una época me escudé trabajando de lunes a domingo para dar resultados increíbles, que no siempre eran reconocidos (si yo misma no lo hacía, ¿quién iba a hacerlo?), y evadirme, sin saberlo, de lo que hace poco casi me mata: la depresión.
Incapaz de levantarme siquiera de la cama, fue durante esta última crisis severa que me di cuenta de que esta condición (ser depresiva) me había acompañado toda mi vida, aderezada con otros bellos amigos: ataques de pánico, fobia social, inseguridad, ataques de ansiedad, angustia, agorafobia… que habían estado un poco sedados por mi trabajo al límite, sin parar. Funcionalísima. Tremendamente productiva. Sin importar la paga.
No fue hasta que conocí a gente del Movimiento de Vida Independiente[1] de España, y específicamente a una bella activista, Soledad Arnau (quien en algún momento me dijo que tenía una energía increíble y una sonrisa que contagiaba felicidad), que por fin entendí, sin pena, lo que hasta ese momento no había podido ver. Esos ataques de euforia desbordada eran la contraparte de una discapacidad que no había tomado nunca como tal, pero que, aun tiempo después de ese encuentro, siguió carcomiéndome hasta casi aniquilarme.
Desde preadolescente fui al médico por crisis de depresión. No obstante, apenas las comprendí como tales estuve en contra de medicarme, y de ser atendida por psiquiatras (aunque me tocó el boom del Prozac, que me prescribieron, dejé de tomarlo por las taquicardias horribles que me provocaba). Mi intuición me decía que esa tristeza profunda, incapacitante, no tenía su origen en una “afectación” fisiológica, sino en los silencios familiares ante las violencias cometidas al interior;en la violencia de mi padre, en la incapacidad de mi mente de darle un sentido lógico a lo que sucedía en mi entorno cuando era pequeña y en mi incapacidad de hablar de lo que no me parecía, por miedo. No tuve el diagnóstico de un/a especialista, pero las lecturas de diversos libros y las búsquedas en internet me ayudaron a ir esclareciendo mi condición.
Al paso de los años pude “autodiagnosticarme”, al verme reflejada en los textos de Facebook de una compañera que padece diversas neurodivergencias (y a quien agradezco su voz): ese autodiagnóstico me ayudó a entender muchos de mis procederes, de mis comportamientos, de mis aislamientos, de mis sentires, de mis ataques, y a poder expresarlos. No era un diagnóstico que me hubiera impuesto nadie más, que me estigmatizara, que me sometiera a un encierro no deseado en un psiquiátrico o me deslegitimara: era MI diagnóstico: Yo misma lo había entendido y había decidido ponérmelo. Curiosamente fue esa “etiqueta” la que me liberó y me ayudó a comprender que funcionaba de forma distinta; que ser productiva todo el tiempo tampoco había sido sano y que había ocultado parte de lo que soy; que aunque había días en que me sentía por completo una mierda y me odiaba, no por eso (aunque parezca contradictorio) valía menos; que no levantarme de la cama por semanas no me hacía peor persona.
Aprendí a llorar, a vivir debajo de las cobijas, a dejarme llevar por ese hoyo negro y profundo que cada día se intensificaba, que se hacía grande y abarcaba ya no sólo mi recámara, sino mi pequeño departamento, mi edificio, la cuadra, la colonia entera.
Fue dejándome llevar por la depresión porque entendí que no podía seguir fingiendo ser una persona fuerte y capaz de solucionar múltiples cosas todo el tiempo, y que yo solita era más diversa que el estereotipo hiperproductivo por el que el sistema nos dice que valemos y podemos ser exitosxs y consideradxs personas.
Entendí que aunque tenía mucho ímpetu para investigar y poner en práctica diversas teorías y modos de activismo relativos al goce sexual, la diversidad corporal y la “venganza” de vivirnos desde el placer, antes de atender a lxs demás, debía primero atender la incapacidad de moverme del espacio que ocupaba mi cuerpo en la cama; la pérdida de mi vida sexual y la anhedonia tremenda en la que estaba sumida: ningún sabor, olor o color me registraba absolutamente nada en el cerebro.
Fue curioso, pero sumirme en la depresión cada vez más profundamente (con la consiguiente ausencia de empleo y dinero, y el consiguiente endeudamiento económico, etc.) me sirvió para entender que era urgente acordarme de mí, resolver ser una activista para mí misma, en primera instancia, y no para otrxs.
Era urgente comer todos los días, levantarme de la cama, bañarme, hacer el aseo, mantenerme en pie (curiosamente nunca me olvidé de mi gato, no sé cómo lo hice). Si bien ésta no es una historia de éxito (sigo teniendo de vez en vez “ataques” de ansiedad desquiciantes, aunque ahora los llevo mucho más tranquila, gracias a una nueva terapia) y sigo propensa a caer de nuevo en depresión, sufro despersonalizaciones y extrañamientos, así como un “overthinking” como pa’ sacar humo del cerebro), me ayudó tremendamente entender la urgencia de hacer redes, de comprender el apoyo como algo que cualquier persona requiere en su cotidianidad, y que hay distintos tipos de apoyo (para dar y recibir), según cada persona.
Aprendí a dejar de sentirme avergonzada de mí misma y de mi incapacidad para levantarme de la cama (a pesar de que físicamente puedo mover mi cuerpo sin ayuda de nadie); dejé de sentirme apenada por no ser capaz de realizar ningún trabajo fuera de casa, aprendí a reconocer que a veces he tenido ataques de odio hacia mí misma, y a comentarlo sin sentir culpa; aprendí a pedir apoyo sin vergüenza a gente de confianza que siempre me vio fuerte y activa; aprendí que aunque a veces me es imposible salir de mi casa a causa de un ataque de pánico, puedo recurrir a alguien para procurarme algunas salidas.
Aprendí y comprendí, en fin, que esa persona deprimida, sin ánimo de nada, también era yo, y que, aún así, merecía la vida que tanto trabajo me costaba seguir.
Entiendo que escribo este texto para un seminario[2] que me llena completamente, como una forma de volverme a estructurar poco a poco, y aunque por ahora me es imposible ver su aplicación a futuro en términos más académicos, o menos apegados a mi propia experiencia, también estoy clara de que me dio valor para seguir aportando desde mi propia historia de vida; para poner el cuerpo; para hablar en primera persona, porque mi voz y experiencia importan; para escuchar cada vez más, a más personas, y a la diversidad que habita en ellas.
No hay personas “normales”, solamente una diversidad de cuerpos, capacidades, preferencias sexuales, modos de vivir, pensar y ser; entendimientos y percepciones distintas del mundo. Hay una necesidad de liberar a esa diversidad, de escucharnos a nosotrxs mismxs y dejar de fingir ser productivxs, de dejarnos abatir por el cansancio, por la tristeza, por la incapacidad de seguir adelante.
Todavía me cuesta mucho trabajo este escrito: estructurarlo, intentar ser clara, entender cómo “teorizar” profundamente. Todavía me cuesta mucho no pensar que si hablo desde mi propia historia estoy siendo egoísta o ególatra. Pero ya no puedo evitar decir que la depresión me ha cruzado el cuerpo y lo sigue haciendo, y que eso NO me avergüenza.
Visibilizar la diversidad de condiciones mentales nos puede llevar a enriquecer el acercamiento con lxs demás; a escuchar el dolor para procurar la vida; a saber que cada quien puede reaccionar de un sinúmero de maneras distintas a un mismo estímulo, y que ninguna de ellas es menos válida; a entender que el reconocimiento de los dolores ajenos es un primer paso para sanar colectivamente y dejar de querer definir a lxs demás.
Valga este pequeño texto para intentar ir hacia algún tipo de “estructura” de nuevo. Una estructura para intentar hilar ideas, de recordar nombres, de agilizar la mente, de dejar ir las palabras sin miedo.
Es el primer texto tan largo que escribo luego de sobrevivir 😊
Dejo, por último, el dibujo de una imagen que me ha perseguido desde muy chica.[3] Lo hice observándome hace unos meses, cuando me liberé del cabello (cliché Britney, dirán) y fui la más feliz por eso. Dejo, con el dibujo, la sensación de angustia que me obstruía la garganta siempre que lo pensaba. Ahí se alojaba siempre, casi todos los días, en mi mente, en mi cabeza, en mi corazón, en mi cuerpo: era mucho más fuerte si me equivocaba, si cometía un error. No sé si sea grave, pero ya no me pesa, y ya casi no me representa. Ahora, en terapia, por fin he podido aplacarlo, hasta que ya no está más ahí, salvo en momentos muy, muy pequeños.
Y sigo. Permanezco viva.
[1] “es un movimiento social que nació en el marco de la lucha por los derechos civiles de finales de los años 60 en los Estados Unidos (Universidad de Berkeley). El movimiento fue impulsado por la acción de un grupo de personas con diversidad funcional que necesitaban asistencia personal para realizar sus actividades diarias”. Frase característica “Nada sobre nosotrxço/as sin nosotro/as”. Tomado de: http://ovibcn.org/movimiento-de-vida-independiente/
[2] Este texto fue hecho en el 2018, por una petición del seminario “Des-figurando los cuerpos. Analizando los cruces del capacitismo con la heteronormatividad” (coord. Addy Fuentes y Jhonatthan Maldonado) en Puebla. Me fue imposible aplicar los conceptos vistos en un ensayo, sólo atiné a dar mi experiencia personal.
[3] “Ivelin considera que no ha llegado el momento para compartir el dibujo”. En sus palabras: No pude enviar el dibujo, pero soy yo con uns pistola en la boca. Esa imagen y sus sensaciones estuvieron constantemente en mi cabeza casi todos los días durante unos 22 años.
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Gracias Ivelin por compartirnos estas profundas y potentes líneas. Necesitamos seguir tejiendo y articulando desde otros relatos, donde las corporalidades que varían de los estándares de normalidad psicosocial sean posibles y vivibles.
¡Aquí estamos, sintiendo y encontrando resonancias que hacen expandir nuestras mutaciones!
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